El humo

He maldicho muchas veces el día que comencé a fumar. Sin embargo, el fumeque me ha proporcionado mucho placer. ¿Es real o fingido el placer que el fumar produce?
La verdad es que no lo sé. Lo que sí tengo claro es que no me gusta el mal sabor de boca con el que me levantaba muchas mañanas. Y lo que no soportaba por encima de todo era asfixiarme subiendo unos cuantos escalones.
Hay personas dotadas de unos pulmones privilegiados, con una tolerancia altísima a la nicotina, capaces de morir con un pitillo en los labios sin que les haya ocasionado un dolor añadido en su vida. Mejor para ellas. No es mi caso.
Hay otras personas que tienen un buen autocontrol sobre lo que ingieren. Otras no. Y otras que estamos en medio, en pañales, como aquel anuncio.
Por eso dejé de fumar, a piñón, en agosto. Pero desde entonces me he ventilado alrededor de un paquete de cigarrillos (y algún calamar que otro). Porque no solo es peligroso el placer del tabaco y añadidos, es que los que no somos tajantes en casi ninguna de nuestras opciones ideológicas, tampoco lo somos con nuestros vicios. ¿Y viceversa? me pregunto.
Lo que siempre he tenido claro es que la tolerancia no tiene mucho que ver con el respeto. ¿Qué hacemos con una persona que no respeta el derecho de los demás a vivir sin humo? ¿Qué es más grave, la falta de respeto de una persona a otra o de una industria -eléctrica, térmica o petroquímica- a un pueblo -Alumbres o Huelva digamos?
Lo digo porque parece que el gobierno, en lugar de centrarse en los muchos cánceres sociales (especulación urbanística, contaminaciones varias, etc) que debiera atender, hace dejación de responsabilidades, y se limita a colocar unas tiritas, en la boca de los fumadores, como si del viejo truco de la espita de la olla por la que se libera la presión social existente (¿existente?) se tratara. Porque, me pregunto: ¿existe esa presión social antitabaco o es todo una cortina de humo?